jueves, 20 de septiembre de 2012

composición sobre una noche y un día no del todo buenos.

16.38 p.m: Recién termino de almorzar. Comí unos fideos hechos a las 12 y media, aproximadamente, por lo cual no me extraño que en vez de pinchar uno por uno, comí de a cascotes de tirabuzones. Le puse puré de tomate, esos que vienen en cajita, sin nada, solo eso. Un minuto y medio al microondas. En este lapso, subo, me miró la cara al espejo. Tengo el maquillaje horriblemente corrido, mis pestañas están tan pegadas por mi rimmel que me pesan cuando pestañeo. Para agregar a la imagen: Medias negras rotas y corridas, zapatos claros manchados con el nosequé negro hecho de mugre de boliche mezclado con la pegajosidad de esas bebidas alcohólicas de colores que son de lo más asqueroso que el mundo conoció. Siento mi cuerpo muy sucio, como percudido por el olor a humo y por el calor humano. Mi ropa huele de esa forma. Mi pelo dentro de todo se mantuvo estable, no varió mucho desde que me fui la noche anterior. Terminaron los fideos. Me saco la ropa, me pongo mi pijama, un buzo medias de algodón y bajo a comer. En otra ocasión me hubiese generado muchísima violencia el hecho de que haya fideos para comer cuando vengo de la calle con un hambre atroz, porque el fideo representa en mi vida todo lo que tenga que ver con lo cotidiano, lo insoportablemente cotidiano, como la imagen de los platos sin lavar, o los pelos de la escoba que nunca nadie se va a dignar a sacar. El fideo es un emblema de lo predecible, le saca la magia al hambre de los que sabemos que vamos a llegar a casa y podemos comer. Un fideo en un camping te lo recibo de brazos abiertos, porque es parte del folklore agreste, claramente. Pero el fideo de paquete sobre todo en el almuerzo, me embola un montón y me enoja muchísimo. Pero hoy me senté en el sillón, me tapé con la manta, y saboreé esos fideos como si hubiesen sido una milanesa napolitana (el diccionario de google chrome no conoce la palabra "milanesa", después se quejan de que las cosas van maso maso). Terminé de comerlos en cuatro minutos, literalmente me los respiré. Dejé el plato sobre la mesa ratona y me puse a escribir esto.
Ayer fue una noche horrible, donde volví a un lugar donde ya no debería ir y vi gente que ya no me gustaría ver (haciendo énfasis en esto último). Mi intuición y mis amigos me decían que no tenía que ir, pero como muchas veces uno hace, se caga en los dos por igual, y lo hace de todas formas (empecemos a hacerle caso a estas dos cosas, ayuda mucho). Lo que temía que iba a pasar, pasó. Y una vez que sucedido todo y habiendo cumplido la noche su fin,  me fui del boliche. Con muchísimo frío en mis piernas cubiertas por unas medias de nailon (no me jodan, eso no abriga) y con una tristeza mezclada con bronca en la garganta, en el pecho y en la panza, comenzamos a caminar con mi amiga Mariana (gracias que existís) a la parada del queridísimo colectivo línea 87, que, aunque usted no lo crea, vino muy rápido, a eso de las 4.30 a.m.
Ya en la casa de mi amiga, me saqué la ropa, me puse el pijama y me dormí solo una hora, porque las otras tres que tenía para dormir se me fueron pensando en ese estado de limbo, entre el sueño y la conciencia. Suena el despertador , 9.20 a.m. Tengo psicóloga a las 10 a.m. No pudiendo creer la cantidad de sueño y agotamiento que yo tenía, me levanto y me cambio. Salgo a la calle, frío mucho frío. Empiezo a caminar para la parada del 80, a contramano de toda la gente, con mi ropa mugrosa, un olor a pucho encima terrible y una cara que dejaba mucho que desear.
Luego de la sesión, ya no tengo más sueño, es ese momento de inflexión cuando no dormís nada la noche anterior que divide el sueño máximo del desvelamiento total, en donde uno empieza a preguntarse de donde vienen todas esas energías vitales que hasta te hacen pensar que podría ser una buena idea ir a trotar a Agronomía una horita. De nuevo en el colectivo, me dirijo hacía mi secundaria, que festeja el día de la primavera, como todos los años. Me encuentro adentro con todos mis compañeros y con algunas caras que había visto pasar la noche anterior, y no exactamente en las mismas condiciones. Todos a la luz del sol parecen un poco más buenos y delicados. Terminado esto, hablo un rato con mi profesora predilecta, que intercambia una charla bastante ofensiva con mi amigo personal Lisandro sobre el futuro laboral de él y las formas en las que uno NO- debe manejarse en ámbito.
Salimos del colegio, tomamos sol un rato en la plaza (completamente necesario) y voy para la casa de Licha a tomar unos mates. Hablamos del futuro, de las formas en las que uno tiene para desenvolverse en el mundo, de las relaciones amorosas pasadas y venideras. Él se tiene que tomar el tren, se tiene que ir a la facultad. Lo acompaño hasta la estación donde, de paso, me compro un arito nuevo para mi nueva perforación en la oreja izquierda (imposible no perforarme, o cortarme el pelo o comprar algo que implique un cambio en mi físico cuando estoy triste, una muletilla, bastante poco original.). Lisandro se va, yo vuelvo a mi casa, me pongo mi nuevo arito, luego de la desinfección del área correspondiente, y ahora sí enfilo para la cocina a hacerme los fideos con puré de tomate.

Ayer a la noche me comí todas las uñas, que tanto cuidé y tanto me costó mantener largas y pintadas.
Ayer a la noche me compré una cerveza de 15 pesos que estaba caliente y sin gas.
Ayer a la noche se me corrieron todas las medias y me cagué de frío.
Ayer a la noche, fue cuando me di cuenta que nunca más vuelvo a no escuchar a mi intuición. Cuando te dice algo dentro tuyo que te quedes, quedate. Porque no solo va a ser una noche de mierda, sino también todo un día después pasándola igual de mal, lamentándote de haber ido.

Son las 17.52, hora en la que me voy a bañar y a dormir para terminar de una vez, un día de mierda.

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